Las reservas naturales de biodiversidad
El tamaño óptimo de las reservas naturales es objeto de un debate de gran importancia para garantizar la conservación de las especies.
Para cada tipo de hábitat y cada grupo de organismos, existe un tamaño mínimo de las reservas por debajo del cual no son sostenibles las poblaciones que se desea proteger.
El área de un espacio protegido afecta tanto a la biodiversidad que puede contener como a la estabilidad de las poblaciones de las distintas especies de organismos. El número de especies que puede albergar un territorio aumenta con su área aproximadamente de acuerdo con la siguiente regla: cada vez que multiplicamos el área por un factor constante, el número de especies aumenta solamente en la suma de un número fijo.
Por ejemplo, si se presentan diez especies en un territorio, al doblar el área pueden presentarse quince; al multiplicarla por cuatro, veinte; y así sucesivamente. Los números concretos dependerán de muchas variables, como el clima, el grado de aislamiento del territorio, los grupos de organismos que se estudien, etc.
La estabilidad de las poblaciones depende del área ya que ésta determina el tamaño máximo que puede tener la población. Por debajo de un determinado número de individuos pueden aparecer problemas de endogamia (los animales se ven forzados a aparearse con parientes cercanos).
Esta práctica puede aumentar la incidencia de enfermedades y malformaciones congénitas y disminuye el repertorio genético con el que enfrentarse a los cambios. Además, por debajo de un determinado tamaño, las fluctuaciones aleatorias que siempre afectan a las poblaciones (causadas por factores climáticos, por ejemplo) pueden llegar a ser de un tamaño similar al de la población y ocasionar su extinción.
Los animales a veces presentan mecanismos de adaptación al tamaño de su hábitat y esto se representa a la perfección en las redes tróficas de alimentación, podemos consultar más información desde la cadena limenticia en OVACEN. Por ejemplo, los mamíferos grandes que quedan aislados en islas reducidas, suelen evolucionar hasta un tamaño corporal menor que los que viven en el continente, lo que permite que sus poblaciones sean mayores y no se vean tan afectadas por las fluctuaciones aleatorias y los cambios ambientales. Pero estos mecanismos de adaptación son lentos y las alteraciones humanas suelen ser bruscas.
Los partidarios de crear reservas grandes hacen hincapié en este tamaño mínimo que garantiza la supervivencia de los organismos. Pero si se opta por esta estrategia, el número de reservas debería ser escaso, lo que hace vulnerables a los organismos a fenómenos de extinción locales, como catástrofes meteorológicas, acciones humanas, plagas o enfermedades.
En el siguiente esquema vemos los parques naturales de España. Podemos consultar más información desde AQUI.
El compromiso más razonable sería entonces crear un número suficiente de reservas de tamaño medio, mayores (con un cierto margen de seguridad) del tamaño mínimo que se estime necesario para mantener la viabilidad de al menos la mayoría de las especies que habitan en ellas.
La opción ideal sería conectar estas reservas a través de corredores estrechos (en muchos casos habría que conformarse con que estos corredores tuvieran un grado de protección más reducido), que permitan un saludable intercambio genético entre las distintas poblaciones y una vía de escape en caso de catástrofe, al mismo tiempo que proporcionan un obstáculo para la propagación de fenómenos catastróficos. Así, por ejemplo, un incendio es más fácilmente controlable en una estrecha franja de terreno que en una amplia extensión.
Otra estrategia útil para proteger los ecosistemas es definir varias zonas concéntricas, con las de máxima protección en el centro, contando las zonas exteriores con un nivel cada vez más reducido de protección. Esta disposición crea una especie de colchón que amortigua el impacto desde el exterior hasta las zonas más valiosas y sensibles a las alteraciones humanas.
En cualquier caso, hay que tener muy claro qué se quiere conservar en cada caso. Una estrategia muy usual es centrarse en la protección de unas cuantas especies muy llamativas y en peligro de extinción (generalmente mamíferos grandes, como el oso panda). Esto puede tener un efecto benéfico porque llama la atención de los ciudadanos y puede suponer una fuente de ingresos por el ecoturismo. Pero ninguna especie vive aislada y si no se protege el ecosistema entero, todas desaparecerán.
Por otro lado, salvo situaciones de emergencia extrema (como es el caso del lince ibérico), no deberíamos intervenir directamente en los ecosistemas para privilegiar a una especie en detrimento de otras. Casi nunca sabremos exactamente las consecuencias de esta disrupción en el funcionamiento normal de un ecosistema y quizá medidas que en apariencia protegen a una especie, a la larga le están causando un daño irreparable.
Hay que conservar demasiadas cosas. En algunos casos, son zonas con baja diversidad de especies, pero con una gran singularidad ambiental y un porcentaje elevado de especies endémicas (por ejemplo, ecosistemas extraños, como algunas cuevas que no reciben apenas aportes de materia orgánica del exterior y que son autosuficientes gracias a bacterias que obtienen energía de la reacción entre sustancias minerales). A esta categoría pertenecen otros ecosistemas con un elevado grado de aislamiento, como las fuentes termales del fondo del mar, las islas oceánicas o las cumbres de las montañas.
Por otro lado, hay que conservar los llamados “puntos calientes de biodiversidad”, zonas a veces pequeñas con una diversidad específica increíble y un potencial enorme para producir futuros fenómenos de especiación. Un área tropical con altas montañas, de relieve accidentado y con diversidad de microhábitats, intocada desde tiempo inmemorial, es el candidato perfecto para entrar en esta categoría.
Si queremos conservar para la posteridad el máximo número de especies, nuestros esfuerzos deberían centrarse en la protección de estas áreas. Pero seguramente querremos conservar también las especies más singulares, las que presentan adaptaciones más asombrosas y espectaculares, las más bellas, las más inteligentes, las que han representado más para las diferentes culturas humanas a lo largo de la historia.
Pero es muy difícil ponerse de acuerdo sobre estas cuestiones, y además nuestros criterios serían demasiado arbitrarios: las más modestas criaturas, de aspecto despreciable, pueden en secreto estar sosteniendo la vida en la Tierra.
En la naturaleza, “nada es tonto, nada es insignificante”, como decía el geólogo que interpretaba José Sacristán en “Un lugar en el Mundo”. Nuestras estrategias tendrán que ser flexibles, para abarcar el máximo posible de la riqueza natural. Con diferentes grados de protección, tendrá que haber grandes reservas para proteger a poderosas fieras y grandes bestias, un número mayor de reservas medias y un número muy alto de pequeñas reservas, para salvar de la destrucción a un diminuto crustáceo, reliquia de tiempos muy antiguos, una laguna con una rara composición química o, por qué no, un paisaje especialmente evocador.